El cuento de nunca acabar: La corrupción

y la incubadora de los corruptos

Puerto Rico se ha mantenido desde hace varias décadas en una espiral de señalamientos a individuos por corrupción gubernamental, arrestos de figuras públicas que le han fallado a la maltrecha e irreparable confianza del pueblo, encarcelamientos, investigaciones que hacen mucho ruido y no terminan en nada, en fin, toda suerte de escándalos relacionados a corrupción. Esto en una especie de ruleta, que pareciera no tener solución posible.
Administraciones van y vienen, y el problema de la corrupción gubernamental no cesa, como si se tratara de un vicio o una enfermedad terminal, sobre el cuerpo de un país.
¿Qué en todos los países hay esto? Claro que sí, pero Puerto Rico ocupa una posición destacada en el hemisferio y lidera las jurisdicciones estadounidenses a nivel de gobierno central y sus dependencias, con mayor número de casos de señalamientos y arrestos debido a este flagelo.
No es la primera vez que me expreso en torno a este tema recurrente; y cada vez que lo hago, surge un conato de lluvia de chinches, al repetir que el problema y la culpa no es esencialmente de los políticos, sino del pueblo.
¿Cóoomo? Pues bastante sencillo: surge de mi teoría, que siendo el caso que los políticos puertorriqueños no provienen de Marte, nacen y se crían en nuestros barrios, se presentan en sociedad en vistosos carruajes con muchos caballos de fuerza y sendos sistemas de audio, apoyados por gente, empujados hacia arriba en la pirámide y respaldados por el pueblo en las urnas. La llaga es el político, pero el problema es sistémico en el cuerpo que padece la enfermedad. Y ese cuerpo, es el pueblo de Puerto Rico, en donde permea una cultura de corrupción que emana desde los hogares con las losas más pulidas y cunas de marcas finas, hasta el barrio más pobre, repre-sentado bajo el estigma social por los residenciales; que “by the way”, nada tienen que ver con el sello que le ponen a sus moradores. Los hay en todos lados y en todas direcciones.
El problema de la corrupción gubernamental en Puerto Rico, es un problema social compartido. Comienza en el hogar, pasa por el colmado y comercios, descansa en los parques, cruza hasta las iglesias, lo mismo en sábado que en domingo, y descansa, más allá de los hogares, en pasillos, alcaldías, Capitolio y en La Fortaleza, en donde la retórica y proyección de pulcritud, le da carácter oficial a esta tragicomedia.
No es un problema que percole de arriba hacia abajo, sino un serio problema que emana de abajo hacia arriba. Y no se entiende.
El padre y la madre le enseña al niño o la niña, a no dejarse mangonear por otros, a meterle una garnatá al compañero a la menor provocación, sin antes notificar a las autoridades escolares; y si el niño se lo dice al padre o la madre, hasta la escuela llegan estos a vociferar y repartir fuete: Eso no tan solo es violencia, es corrupción social.
Colarse en la fila o sin mérito alguno y a base de “palas” para alcanzar un objetivo, son sinónimos de ser listo en la cultura puertorriqueña: Eso es corrupción social.
Comprarle a sabiendas y a precios ridículamente bajos los aros del carro, la prenda o el celular, al ladrón, el tecato o al que vive de ambos, para beneficiarse: Eso es corrupción social.
Cambiar los cupones de alimentos por dinero en el colmado del barrio: Eso es corrupción social.
Así podemos mencionar diez o doce puntos adicionales que forman parte del folclor boricua y el amplio prisma de la corrupción que deteriora el carácter y son la preparatoria de donde sale el político a realizar sus “sanos oficios” y su “responsabilidad vicaria”.
Hay corrupción bancaria instituida y legalizada; usurería; explotación de ancianos en juegos de azar; explotación de menores; abusos y atropellos producidos por la misma gente que sostienen las organizaciones contra el abuso y el atropello; y hay corrupción gubernamental. ¡Wao! Vecina, hay corrupción gubernamental.
Enriquecerse, como sea y a costa de quien sea, es prostitución en la intimidad del pensamiento, que decenas de miles, cientos de miles o millones de personas abrazan en este país. Algo contradictorio cuando escuchas la historia de todos, en torno a que sus padres y abuelitos le enseñaron los más altos principios y valores.
Vivimos en la sociedad del riesgo, del chance como se dice en la calle: “no me cogieron hoy, no me cogerán mañana”. Primero en lo chiquito y después en lo grande.
Vivimos en la tierra de los que exigen justicia y siembran injusticia. De los que lloran si no maman, y cuando se le pegan a la teta se quedan calladitos.
¿Así o más claro?
Dejémoslo hasta ahí, para dejarle espacio al postre.